Esta será la
primera vez que me sume a una huelga contra los recortes en educación o la ley
de reforma del sistema educativo. Así que empezaré contando por qué no la he
hecho antes. La razón es esta: en un sector como la educación pública, la
huelga es un débil instrumento de lucha. Una huelga es, por su propia
naturaleza, una acción violenta, al menos en el sentido de que busca objetivar
un conflicto. Su fin ha sido siempre paralizar el sistema de producción para
que los propietarios de éste se vean obligados a tomar en consideración las
reivindicaciones de quienes trabajan para ellos. Los viejos obreros ingleses
sabían bien lo que hacían cuando destruían las máquinas de las industrias. Con
ello conseguían trasladar pérdidas a sus enemigos, lo que obligaba a estos, si
no a reinventar el sistema, sí al menos a introducir ciertas reformas en él. Y
por eso las huelgas funcionaban. Nuestro caso es distinto: estar uno, dos, tres
días sin ir a trabajar, ¿qué malestar instala en los dirigentes políticos? ¿Qué
contrariedades inasumibles les produce? Si no quemamos las máquinas, la fábrica
sigue funcionando. Constatar esto –unido al descrédito de los sindicatos, a la politización de las protestas y al
general deterioro de la conciencia de clase– es lo que ha ido conduciendo
progresivamente a mi sector profesional a la apatía o, al menos, a la inacción.
Volvamos al
presente estado de cosas: la ley propuesta por el ministro Wert y aprobada en
el Congreso es una mala ley. Para admitir esto debería ser suficiente constatar
el simple hecho de que, por primera vez, la ley tiene en contra a todos los
sectores de la sociedad. A los padres y a los alumnos, a los profesores y a los
pedagogos, a los nacionalistas y a la izquierda, a la Iglesia y a las
Universidades. El asunto que más me afecta es el de la filosofía. Pero no sólo
por mi propio interés profesional, sino por mi concepción de lo que debe ser
una sociedad libre. Parecía que el siglo XX nos había enseñado que no podía
haber progreso real si el desarrollo de las ciencias y la tecnología no iba
acompañado de una reflexión profunda sobre la esencia humana, sus necesidades,
sus deformaciones y sus metas morales. Nuestros políticos no entienden lo más
importante: que la esencia del hombre es la libertad, y que la libertad hay que
cuidarla, fomentarla, como una rara flor que se marchita tan pronto como le
faltan la luz y el sustrato necesarios. El fin de la educación, como el de la
sociedad y la cultura en su conjunto, es el hombre. Pero el hombre no es un
mero recurso en el engranaje de la producción económica. De hecho, el engranaje
de la producción no sirve de nada si no es para el hombre. En todas las leyes
educativas que hemos conocido en democracia falta siempre lo mismo: una idea
del hombre, una meta en la historia, aquello que Nietzsche llamaba un “gran
anhelo”. Nuestros políticos saben cómo conseguir ciertas cosas, pero faltan grandes ideas sobre para qué conseguirlas. Hay ingeniería social, pero no previsión ética. Mientras organizan y parcelan,
solucionan estadísticas y confeccionan gráficos, van dejando en las aulas un olor como a animal
adormilado.
Ante este
espectáculo, uno siente que no puede hacer nada. La ley Wert es una pesada roca echada sobre la entrada de la caverna. Da la impresión de que estuviésemos en las profundas mareas de la historia, que nos arrastran sin remedio a
un mundo irreconocible. Por eso decía Gómez Dávila que nuestro destino
en las sociedades contemporáneas es sólo el de una “lucidez impotente”. Hay
algo de cierto en ello: nos queda asistir como testigos a la barbarie, al desmantelamiento
de una civilización milenaria, al fin de las grandes ideas y de la imaginación
creadora. Y, sin embargo, algo dentro de mí se resiste, tal vez ciegamente, a
admitir que todo está consumado, que ya no hay vuelta atrás. Así que mañana no
iré a mi puesto de trabajo. En lugar de hablar en mis clases, escribo estas
líneas. Son mi pequeña aportación a la voz de quienes –a pesar del
escepticismo, de la impotencia, de la apatía, del descrédito– saben que la
educación lo es todo para el mantenimiento de un mundo libre. Y que este país
merece algo mejor. Ya es hora.