miércoles, 23 de octubre de 2013

Por qué iré a la huelga


Esta será la primera vez que me sume a una huelga contra los recortes en educación o la ley de reforma del sistema educativo. Así que empezaré contando por qué no la he hecho antes. La razón es esta: en un sector como la educación pública, la huelga es un débil instrumento de lucha. Una huelga es, por su propia naturaleza, una acción violenta, al menos en el sentido de que busca objetivar un conflicto. Su fin ha sido siempre paralizar el sistema de producción para que los propietarios de éste se vean obligados a tomar en consideración las reivindicaciones de quienes trabajan para ellos. Los viejos obreros ingleses sabían bien lo que hacían cuando destruían las máquinas de las industrias. Con ello conseguían trasladar pérdidas a sus enemigos, lo que obligaba a estos, si no a reinventar el sistema, sí al menos a introducir ciertas reformas en él. Y por eso las huelgas funcionaban. Nuestro caso es distinto: estar uno, dos, tres días sin ir a trabajar, ¿qué malestar instala en los dirigentes políticos? ¿Qué contrariedades inasumibles les produce? Si no quemamos las máquinas, la fábrica sigue funcionando. Constatar esto –unido al descrédito de los sindicatos, a la politización de las protestas y al general deterioro de la conciencia de clase– es lo que ha ido conduciendo progresivamente a mi sector profesional a la apatía o, al menos, a la inacción.

Volvamos al presente estado de cosas: la ley propuesta por el ministro Wert y aprobada en el Congreso es una mala ley. Para admitir esto debería ser suficiente constatar el simple hecho de que, por primera vez, la ley tiene en contra a todos los sectores de la sociedad. A los padres y a los alumnos, a los profesores y a los pedagogos, a los nacionalistas y a la izquierda, a la Iglesia y a las Universidades. El asunto que más me afecta es el de la filosofía. Pero no sólo por mi propio interés profesional, sino por mi concepción de lo que debe ser una sociedad libre. Parecía que el siglo XX nos había enseñado que no podía haber progreso real si el desarrollo de las ciencias y la tecnología no iba acompañado de una reflexión profunda sobre la esencia humana, sus necesidades, sus deformaciones y sus metas morales. Nuestros políticos no entienden lo más importante: que la esencia del hombre es la libertad, y que la libertad hay que cuidarla, fomentarla, como una rara flor que se marchita tan pronto como le faltan la luz y el sustrato necesarios. El fin de la educación, como el de la sociedad y la cultura en su conjunto, es el hombre. Pero el hombre no es un mero recurso en el engranaje de la producción económica. De hecho, el engranaje de la producción no sirve de nada si no es para el hombre. En todas las leyes educativas que hemos conocido en democracia falta siempre lo mismo: una idea del hombre, una meta en la historia, aquello que Nietzsche llamaba un “gran anhelo”. Nuestros políticos saben cómo conseguir ciertas cosas, pero faltan grandes ideas sobre para qué conseguirlas. Hay ingeniería social, pero no previsión ética. Mientras organizan y parcelan, solucionan estadísticas y confeccionan gráficos, van dejando en las aulas un olor como a animal adormilado.

Ante este espectáculo, uno siente que no puede hacer nada. La ley Wert es una pesada roca echada sobre la entrada de la caverna. Da la impresión de que estuviésemos en las profundas mareas de la historia, que nos arrastran sin remedio a un mundo irreconocible. Por eso decía Gómez Dávila que nuestro destino en las sociedades contemporáneas es sólo el de una “lucidez impotente”. Hay algo de cierto en ello: nos queda asistir como testigos a la barbarie, al desmantelamiento de una civilización milenaria, al fin de las grandes ideas y de la imaginación creadora. Y, sin embargo, algo dentro de mí se resiste, tal vez ciegamente, a admitir que todo está consumado, que ya no hay vuelta atrás. Así que mañana no iré a mi puesto de trabajo. En lugar de hablar en mis clases, escribo estas líneas. Son mi pequeña aportación a la voz de quienes –a pesar del escepticismo, de la impotencia, de la apatía, del descrédito– saben que la educación lo es todo para el mantenimiento de un mundo libre. Y que este país merece algo mejor. Ya es hora.