domingo, 30 de noviembre de 2008

El plan de Bolonia y la bajeza del pensamiento

La semana pasada mis alumnos hicieron huelga para protestar contra el plan de Bolonia. Uno o dos días antes, una pareja de representantes de los cursos de Bachillerato se fueron pasando por las clases para explicar los horrores de dicho plan. Nos informaron de cosas como las siguientes: que el plan “privatizaba” la educación universitaria, que se iban a suprimir las becas, que ponía la Universidad al servicio “de los reaccionarios” en contra “de la clase trabajadora”. Decían eso, lo decían en serio, y por supuesto no tenían ni la más remota idea del contenido del plan. Como profesor, se me hizo difícil decidir cómo debía reaccionar ante una cantidad tan enorme de disparates, sin con ello enfriar el legítimo, sano y prometedor inconformismo de mis alumnos...

Pero, ¿qué decir? ¿acaso podría ser de otro modo? Uno contempla cada día con tristeza cómo lo que para Hegel aún era el arduo y paciente trabajo del concepto se va convirtiendo en la perpetua siesta de la palabrería. El lenguaje de una sociedad entera, atrapado en la tela de araña que han tejido a medias la pereza y la estupidez. Los políticos, que debían ser modelos de análisis, polémica y persuasión, son quienes más han hecho por desmantelar el levísimo andamiaje de racionalidad ibérica para plantar en su lugar ese pastiche de tópicos, clichés y eslóganes con el que nos saturan cada día. Baste recordar a Rajoy frivolizando sobre el cambio climático, o al mismo utilizando el salario de desempleo de los inmigrantes para criticar la gestión económica del gobierno. ¿Y qué decir del abuelo fusilado de Zapatero, de sus discursos con la bandera republicana al fondo, de sus alianzas de qué...? Superficie, mensaje, consigna: el definitivo asalto a la razón, acelerado por la restricción de los espacios políticos en los telediarios. Lo último que hemos visto traspasa todos los límites pensables de la elegancia, el buen gusto, la moralidad: Pepiño arrojándose (dialécticamente) al cuello de Esperanza Aguirre porque la mujer, después de un atentado terrorista en el que pudo perder la vida, cogió el primer avión que pudo.

Todo alrededor se va volviendo grosero, superficial, indecente. Por eso los profesores de filosofía, aunque nunca consiguiéramos que nuestros alumnos aprendiesen qué simboliza la caverna, ni cómo se entienden las cinco vías, ni qué demonios es un juicio sintético a priori, deberíamos, al menos, lograr que entendiesen hasta el fondo estas famosas palabras de Deleuze: “Cuando alguien pregunta para qué sirve la Filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer: una Filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene ese uso: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas”.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Berlín, la ciudad reinventada

Envidio a quienes odian viajar. Para mí es una tortura pensar que, ahora mismo, podría estar de pie en la cumbre más alta del Himalaya, sentado en una playa de Cefalonia, tomando vino nuevo en un Heuriger tirolés, paseando por alguna de las callejas limpísimas de Friburgo, sudando en alguna selva sudamericana... Me entristece no ser el misionero que cuida niños en Calcuta, el escritor que compone versos desde un ático de Siena o el ingeniero que proyecta estaciones eléctricas a los pies del Medjerda. Y al mismo tiempo ¡qué tristeza si yo no fuera yo: este profesor de filosofía, con mis cuatro o cinco amigos de siempre, mis clases, mis poemas, mi sobrina Carmen... Hay algo nihilista en viajar, una especie de Nada que crece en tu interior, un desasosiego, un descontento crónico. La belleza está siempre en “otro sitio”, igual que la lluvia de Borges siempre sucede en el pasado.

Ahora, en esta noche del destierro manchego, me acuerdo de mi último viaje: Berlín. Y repaso fotos. A quienes procedemos de ciudades con cascos históricos más bien amplios y cuidados, lo más sorprendente de la capital alemana es que allí no queda casi nada anterior a la Guerra. Todo está reinventado según el espíritu caótico y ecléctico de nuestra época.


La racionalidad y la seriedad prusianas se diluyen en esta anti-utopía postmoderna en la que ni siquiera las calles respetan el viejo orden alemán:


Éste es el laberinto de hormigón que hizo Eisenmann para recordar el Holocausto:



Y éstas mis dos instalaciones favoritas del Museo Judío. La primera representa algo más que obvio:


La otra es un jardín de pilares colocados en la azotea del edificio. Los pilares están levantados perpendicularmente con respecto al suelo, pero éste se encuentra inclinado en relación a la superficie de la tierra, de manera que, aunque el visitante ve todo normal, se encuentra de pie sobre lo más alto de un edificio inclinado. Y su cuerpo lo nota: siente vértigo. Una ilusión muy bien lograda por el arquitecto.



Ah, ¿y qué decir de las pastelerías alemanas? Esas galerías de arte para las glándulas salivares...



Un último apunte para chestertonianos: esta belleza rubia, auténtica cerveza de trigo (Weizenbier) nos fue servida en una taberna llamada... “Los doce Apóstoles"

¿Qué nos hace volver a casa a quienes estamos siempre soñando con abandonarla? Parecería que fuera una cierta pereza, una débil pero constante pulsión del origen, de la raíz que finge un muro frente al tiempo. Sin esa pulsión, sería fácil dejarse llevar por los caminos del mundo, en un incesante ir y venir, buscar aquí y allá. Pero ¿buscar qué? ¿Qué busca o de qué huye el viajero? Todo es inmensamente fascinante como sueño. Sin embargo, como realidad cansa pronto. Y al escribir esto, recuerdo las palabras de Novalis: “buscamos por todas partes lo incondicionado, y sólo encontramos cosas”. A éstas añado las del gran sabio Montaigne: "A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco".

martes, 25 de noviembre de 2008

jueves, 20 de noviembre de 2008

Belleza moral

Una señora se apresura por llegar a la parada antes de que el autobús se ponga en marcha. Dentro del autobús, un hombre, al verla, se levanta inmediatamente y pulsa el botón para abrir las puertas, y la señora llega a tiempo. El hombre lo ha hecho sin pensarlo. No esperaba nada ni nada le obligaba. Y sin embargo, lo ha hecho. Me ha recordado una idea de Schiller: la belleza moral, la acción donde la libertad se ha convertido en instinto. Estos pequeños gestos me llenan de una extraña alegría, y me hacen creer que quizá no esté todo perdido.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Instante y Eternidad

Estudiar metafísica sirve para entender que la metafísica sirve. Es decir: que la imagen más abstracta de la realidad que podamos tener acaba influyendo en nuestros actos, en nuestros hábitos, e incluso en nuestro cuerpo. Un ejemplo: la doctrina nietzscheana del eterno retorno. Este pensamiento ha conquistado la percepción contemporánea del tiempo y la vida: frente a la historia lineal y el tiempo heterogéneo del cristianismo, parece triunfar la irreversibilidad del instante, el agotamiento de cada cosa en sí misma, sin ningún fin exterior y ulterior. Las sirenas de la publicidad susurran: nada futuro justifica el presente. Ahora o nunca. El futuro conduce al pasado y cada instante está cerrado en sí mismo, en el círculo de la eternidad.
El resultado psicológico de esa ontología es la ansiedad, el desasosiego, la locura: cada cosa está ya para siempre perdida, cada acción es irreversible, toda parte responde por el todo. Actúa, elige, compra. Ahora o nunca. Al contrario, la esperanza de una eternidad futura vuelve lógica la alegre despreocupación del instante. Y esta es la paradoja: que el futuro no sacrifica el presente, sino que lo vela y lo cuida. Esos calumniadores de la vida (Thomas Mann dixit, Nietzsche dixit), los cristianos, son quienes verdaderamente la honran. Aquellos que aprenden metafísica de los lirios del campo.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Laicismo en la res publica

La tesis fundamental del laicismo progresista consiste en la exigencia de sacar del terreno público todo discurso incapaz de dar razones que no puedan ser asumidas por todos, o como dice Victoria Camps, en “la voluntad de no llevar al espacio público y a la discusión nada que no se pueda razonar y cuyas razones no puedan ser comprensibles para todos” (Hablemos de Dios, Taurus, 2007, p. 204). Se entiende: la influencia de los astros, los poltergeist, las apariciones marianas, las preferencias culinarias, y la religión. Esta tesis da pie a apartar del mundo público una enorme cantidad de ritos y discursos: negarse a conceder una placa a una monja perseguida en la Guerra Civil, suprimir funerales de Estado, censurar al clero su osadía cuando manifiesta consideraciones políticas, negar a los anti-abortistas el derecho a participar en el debate ético o en la vida pública. Todo eso forma parte, dicen, de la “esfera privada”.

Lo inaceptable de este planteamiento no son las razones morales o personales que podamos abrigar, sino el hecho de que es teóricamente inconsistente: porque, a priori, nadie puede saber qué es “comprensible para todos” antes de que “todos” escuchen todas las opiniones y argumentos. Dejando al margen el hecho de que la “religión” incluye una multitud de fenómenos dispares e irreductibles entre sí, sacarla de la discusión pública implica excluir un tipo de discurso antes de someterlo al foro del debate: sacarlo justamente del único lugar en que éste podría demostrar -o no- su racionalidad y su validez. Es esta razón la que hace del laicismo, así entendido, algo incompatible con todo aquello que sus defensores dicen defender: el pluralismo, el diálogo, la racionalidad comunicativa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Sloterdijk y la memoria del Holocausto



En el Jüdische Allgemeine de 7 de agosto de 2008, Sylke Tempel escribe un artículo criticando las últimas tesis de Sloterdijk acerca de la cuestión judía. Traduzco las partes más interesantes:
« ¿Cuándo termina realmente el “tiempo de postguerra”? ¿Cuándo puede hablarse de una feliz “asunción del pasado” que permita tener una conciencia limpia y una vida libre de remordimientos?
El filósofo Peter Sloterdijk ha encontrado una curiosa respuesta a esa pregunta. La elección del Cardenal alemán Joseph Ratzinger como Papa significaría, según él, el exitoso final del ajuste de cuentas con el pasado. Esta elección supondría “un signo de enorme condundencia, según el cual un origen alemán ya no podrá ser más una razón para la desconfianza; un nombre alemán puede volver a representar un símbolo de integración del más alto nivel”. Hurra, estamos curados, somos otra vez dignos de confianza, y sobre todo, un ejemplo para el mundo entero.
Sloterdijk no sería el filósofo propenso a confundir que es, si hubiera profundizado directamente en el tema de la normalización. Su tesis se encuentra en el librito aparecido en Suhrkamp Teoría del tiempo de postguerra, un discurso sobre las relaciones franco-alemanas desde 1945. Por supuesto, en él no se ocupa de la red de relaciones cotidianas, sino del proceso que denomina “Metanoia”. Brevemente, esto quiere decir lo siguiente: los perdedores de la guerra deben “extraer de la derrota las consecuencias acertadas y mantenerlas en la memoria cultural”. Los vencedores pueden seguir como están (...)
Martin Waldner, el receptor del premio de la paz de los libreros alemanes, que durante su discurso en la Paulskirche había exigido el derecho a dejar de mirar hacia la culpa alemana, es para Sloterdijk un héroe. A él le dedica un capítulo entero de su libro (...)
Las tesis de Sloterdijk asustan, porque el filósofo no entiende en su planteamiento lo que significa ese concepto –reconozcámoslo– tan equívoco de “superación del pasado” (Vergangenheitsbewältigung). Da igual si prefiere usar el más distinguido de “Metanoia”. Su error sigue siendo que no hay ninguna consecuencia clara que pueda anclarse en la memoria colectiva, ninguna terapia concluida satisfactoriamente, y desde luego, ningún nirvana político. Sólo hay, en primer lugar, una reflexión continua acerca de la cuestión de qué ocurrió realmente. Ahora nos ocupamos con un debate mucho más exigente acerca de por qué pudo suceder, un debate que posiblemente continuará hasta quién sabe cuándo.No se trata de haber alcanzado la integridad –con Papa alemán o sin él–, sino de alcanzarla de nuevo, una y otra vez. Si no, podría extraerse la falsa conclusión de que podemos desinteresarnos. Si alguna enseñanza que extraer de todo esto, entonces es esa misma: interesarse, interesarse profundamente. Interesarse por la cuestión de qué significa actuar moralmente en un mundo donde tienen lugar, sin que nadie lo impida, asesinatos colectivos como en Dafur. O por la cuestión de cómo hay que comportarse con un régimen que quiere producir armas de destrucción masivas y amenaza a otro país con la destrucción (...) »

miércoles, 12 de noviembre de 2008

El abrazo luminoso del amor





Me impresiona mucho esta obra que Kollwitz hizo para la Nueva Guardia berlinesa: una estatua erigida a las madres que perdieron a sus hijos en la Primera Guerra Mundial y que acabó representando a las madres que pierden aún hoy a sus hijos en cualquiera de las muchas guerras del mundo. Para mí es la Piedad de Kollwitz, la Madre que es todas las madres. La Madre que abraza a todos los hijos. Es el abrazo de lo que crea y lo creado, el abrazo del Todo y el Fragmento. Por eso quiero ponerlo aquí junto al otro abrazo más intenso, cálido y tierno que conozco: el que plasmó Rembrandt en El retorno del hijo pródigo. Sobre ambos cae una luz como de despertar en casa. Es el abrazo que esperamos los hombres. Porque en alguna guerra hemos muerto alguna vez, y en la ciudad de los ladrones y las rameras derrochamos nuestra herencia.